Tras un prolífero debate llevado a cabo en la jornada del 3 de noviembre de 2018 en Luján, en torno a los documentos previamente esbozados, la comisión deja incorporados como esquema general tales documentos (que pasan a formar parte de la presente) y se sintetiza a continuación cuanto surgió de los aportes emanados de dicho debate.
1) La necesidad de una nueva Constitución Nacional debe proponerse a lo largo y a lo ancho de la patria, contemplando los más diversos escenarios, con el propósito de que todos los estamentos en que se organiza nuestro pueblo la hagan propia, le den contenido y la enarbolen para darse la estructura de gobierno que responda a sus intereses en función de los de la Nación toda.
2) La nueva Constitución representa un instrumento estratégico (organización del Estado a partir del triunfo del campo popular) y táctico, defensivo y ofensivo a la vez, contra el neocolonialismo y en pos de un orden superador.
3) La puesta a disposición en manos de la Nación de los instrumentos esenciales para lograr los objetivos del modelo nacional y popular, cuáles son los de establecer una Patria caracterizada por su soberanía política, independencia económica, justicia social, por su latinoamericanismo, por la integración de los pueblos originarios, por la garantía de los derechos humanos vigentes y la ampliación permanente de los mismos (incluyendo los servicios públicos como derechos humanos inalienables), por la abolición real de todo tipo de discriminación, por el desarrollo tecnológico propio, por el cuidado del medio ambiente y, en síntesis, por el derecho del pueblo a alcanzar los mayores estándares de su propio bienestar. Para asegurar la referida disposición se ha de tomar como modelo básico la Constitución Nacional de 1949, en especial sus capítulos III y IV.
4) La democratización del Estado en todos sus niveles conformará un ítem insustituible en su nueva estructuración. La reformulación total del Poder Judicial, la elección directa de sus miembros, la creación de órganos que agilicen las respuestas que debe brindar como servicio público esencial y no sólo como uno de los poderes del estado, es un objetivo a alcanzar, tomándose para ello como un modelo inspirador el adoptado por la constitución de la República Plurinacional de Bolivia. Y en un terreno más general, se propone avanzar hacia mecanismos de democracia semidirecta que sustituyan el ya superado esquema según el cual "el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes". En la nueva Constitución, el pueblo gobernará directamente y delegará en los poderes establecidos por la misma, funciones específicas, estableciéndose mecanismos efectivos de contralor del cumplimiento de la voluntad popular.
5) Las bancas del Congreso de la Nación pertenecerán al partido o espacio político y no al candidato que integró sus listas y fue ungido para ocuparla.
6) El carácter flexible de la nueva Constitución será reglado de modo que garantice la necesaria permanencia de las reglas de juego sin obturar las reformas que requiera el proceso de actualización que representa la adquisición de nuevos derechos del pueblo o demande el avance tecnológico permanente de nuestra era.
7) La nueva Constitución deberá incluir al movimiento obrero organizado, alos movimientos sociales organizados y otras estructuras representativas del entramado de nuestra sociedad, en un rol determinante para la estructuración del modelo nacional, popular, democrático, igualitario, plural y distributivo en permanente estado de evolución.
8) La Soberanía de la Nación se expresará en todos los ámbitos. Uno de ellos y fundamental, es la absoluta prohibición de ceder jurisdicción a cualquier organismo foráneo. Los conflictos en los que sea parte la Nación, se resolverán exclusivamente por tribunales nacionales. En ese mismo marco, asumiendo el pleno ejercicio del poder constituyente originario, se denunciará y considerará nula toda cláusula que en sentido contrario se haya convalidado hasta el momento de entrar en vigencia el nuevo texto constitucional.
9) La nueva Constitución asignará un rol esencial a las Fuerzas Armadas en la custodia de la Soberanía Nacional y la independencia económica, asegurando mediante su formación su estricto compromiso con el modelo nacional y popular, su rechazo a toda forma de control extranjero de nuestro territorio y recursos, y el compromiso con el ideal latinoamericanista que anida en el fondo mismo de nuestra historia y cuya restauración plena se torna imprescindible en el presente. Se prohíbe la instalación en territorio nacional de toda base militar extranjera, debiendo ultimarse los instrumentos necesarios para expulsar a la que se encuentre asentada al momento de regir la nueva Constitución.
10) La recuperación plena y efectiva de soberanía sobre las Islas Malvinas, Georgias e Islas del Atlántico Sur, constituirán un objetivo estratégico permanente de la Nación Argentina.
11) La libertad de expresión constituirá un derecho cuya garantía será insoslayable, quedando plenamente escindido del de la libertad de empresa periodística, que no se reconocerá como tal por cuanto su vigencia alienta la preeminencia de los intereses económicos (afán de lucro) por sobre la veracidad de la información, tal como se advierte a través de las denominadas "noticias falsas", colocando en tela de juicio las bases mismas del sistema democrático que contraviene el carácter de servicio público de los medios de información. La diversidad de opiniones garantiza la libertad de expresión. La difusión de falsedades pervierte el sistema democrático. Es función inalienable del Estado asegurar la primera y evitar la segunda.
11) El endeudamiento del Estado Argentino con otros estados o con organismos de crédito extranjeros, sólo se admitirá para financiar grandes proyectos de infraestructura, productivos o de expansión en beneficio de la población. Se privilegiarán los acuerdos financieros y económicos que se concreten en el marco de la integración regional mediante la aplicación de políticas económicas y/o financieras basadas en el interés común de los pueblos latinoamericanos.
Pretende esta comisión, mediante el enunciado de estas propuestas generales, aportar al proceso de reorganización profunda de las estructuras del Estado, cuya discusión en el seno de nuestro pueblo debe generalizarse. Pensamos que ese proceso debe estar despojado de todo preconcepto académico y, por el contrario, debe sustentarse en el largo bagaje de experiencia histórica, cultural y organizativa que lo nutre en su permanente lucha por la liberación nacional y en la consecución de la justicia social.
Documentos anexos
ESTADO y CONSTITUCIÓN
Autor: Matías Muraca
Cuando pensamos en las Constituciones, pensamos en los marcos generales y supremos que ordenan jurídica y políticamente al menos dos aspectos de la vida de los Estados. Por un lado, el conjunto de Derechos que ese Estado reconoce y en alguna medida garantiza o debería garantizar, y por otro lado, la estructura política y el tipo de organización que ese mismo Estado se va a dar.
Los momentos constitucionales, de creación o de reforma, tendieron a ser extraordinarios, por no decir “raros”, en la historia política argentina. Algo que no necesariamente ocurrió en otros países.
Si analizamos el de nuestra propia Constitución, y el relato oficial y liberal instalado, nos encontramos con tres momentos políticos constitucionales: el histórico 1853/60, de la fundación constitucional (y liberal); el de la “primera” reforma 1957, que incorpora el 14bis, los derechos sociales, y la reforma de 1994, cuya motivación principal fue lograr la reelección del entonces presidente Carlos Menem.
Por otra parte, si promovemos una lectura completa e integral de los procesos de reforma, rápidamente nos encontramos con la reforma de 1949 realizada durante el gobierno peronista. Una reforma “desaparecida” en las academias de las ciencias jurídicas y políticas e invisibilizada en el relato liberal de nuestra historia constitucional.
La reforma de 1949 incomoda y por eso, de “ella no se habla”. En el mejor de los casos, la reforma de 1949 “(re)aparece” subsumida “condensada” y para muchos “contenida” en la reforma realizada durante el gobierno de facto de 1957 con la incorporación del art. 14 bis. Se trata, en efecto, de un artículo central en nuestra Constitución, que incorpora los derechos sociales, los derechos del trabajo, los derechos gremiales y los de la seguridad social (dejando de lado, sin embargo, muchos otros derechos también fundamentales: la autonomía universitaria, el bien de familia, los derechos de la ancianidad, el voto directo, entre otros). Esta lectura subraya apenas uno de los aspectos constitucionales que mencionamos más arriba: el de los derechos. Desde esa perspectiva, la relevancia de la Constitución de 1949, quedaría “salvada” con la incorporación del 14 bis.
Sin embargo, esa lectura omite, olvida e invisibiliza, otro de los aspectos que acordamos como centrales en la vida de los Estados. El que tiene que ver, justamente, con la propia estructura jurídica del Estado. Esto es, cómo el Estado se piensa y se ordena a sí mismo. Podríamos decir, rápidamente, la división y las competencias de los tres poderes del Estado: el Poder Legislativo, el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. Pero en realidad, es un poco más que esa cándida división de los poderes del Estado. La Constitución presenta, además, el conjunto de las herramientas de las que dispone el propio Estado para hacer posible el efectivo cumplimiento de los Derechos que la Constitución garantiza. Las competencias que quedaron desbaratadas luego de la reforma de 1957 dotaban al Estado de un cúmulo de herramientas que le permitían hacer frente, justamente, a un conjunto de desafíos que el nuevo contexto mundial presentaba a los países ya en el siglo XX.
Y es justamente aquí, cuando pensamos en el Estado y en sus herramientas, cuando se vuelve necesario pensar en qué Estado teníamos en 1853/60, cuál era su contexto y cuáles sus perspectivas, para comprender cuál es el Estado del que disponemos a partir de las reformas de 1957 y de 1994. Y decimos eso, porque efectivamente, ni la reforma de 1957 ni la reforma de 1994, modificaron sustantivamente el Estado que pensaron y plasmaron en 1853/60 los constitucionalistas. Digámoslo claramente, la reforma realizada durante el gobierno de facto en el año 1957, vino a incorporar el artículo 14 bis (pero fundamentalmente vino para hacer desaparecer de la historia la Constitución de 1949, en especial las herramientas políticas que esa reforma le daba al Estado, un estado que ya para ese momento era mucho más complejo que el que teníamos en 1853) y la reforma de 1994 vino para garantizar centralmente la reelección de un presidente (aunque permitió algunas modificaciones, pero no transformó, en lo fundamental, la estructura política que había construido la Constitución histórica de 1853/60).
Con lo anterior, lo que venimos a plantear es que hoy, ya entrados en el siglo XXI, contamos con un Estado que dispone de un conjunto de herramientas y competencias pensadas por una Constitución que pretendía, en lo fundamental, dar respuestas a los grandes desafíos del siglo XIX. Un Estado que, pensado desde el telégrafo, tiene que dar cuenta de los nuevos esquemas y formas de comunicación. Un Estado que, pensado desde un incipiente desarrollo del mercado mundial, debe atender y dar respuesta a actores globales de la economía mundial que muchas veces tienen más recursos y poderes que los propios Estados. Un Estado que, pensado para un país que, según el primer Censo Nacional de 1869, no llegaba a dos millones de habitantes, tiene que dar respuesta a las necesidades de más de cuarenta millones de habitantes. Podríamos seguir ejemplificando, pero va quedando claro que, como una primerísima aproximación, podemos decir que esta Constitución, al menos, nos estaría quedando “chica”. Chica, para las necesidades y los grandes desafíos en los que nos vemos invitados a enfrentar como país en un siglo XXI bastante más complejo, y bastante más cercano de lo que era el mundo en el siglo XIX.
A estas cuestiones le podemos sumar, no solo la situación de virtual guerra comercial que hay en el mundo y, como afirmamos unas líneas más arriba, la emergencia de actores paraestatales con recursos materiales muchos más potentes que algunos Estados (me refiero a los capitales globales que definen estrategias de producción en escala planetaria desmarcándose de los controles estatales), sino también el desarrollo de nuevas formas de Estados y de nuevas herramientas para atender un conjunto de necesidades que son propias de esta etapa del siglo XXI. Necesidades que nuestros constitucionalistas del siglo XIX obviamente no pudieron ver ni mucho menos traducir en clave de Derecho Constitucional. Tampoco los reformadores de 1994, quienes priorizaron la reelección del entonces presidente como eje cardinal de la propia reforma.
Por lo tanto, nos encontramos con una Constitución limitada. Que sigue pensando (como en el Siglo XIX) al Estado como una amenaza frente a los individuos y sus derechos. Una Constitución que no puede resguardar los derechos (en un sentido bien amplio) frente al accionar de las grandes corporaciones, simplemente porque cuando fue creada no existían las corporaciones como las vemos hoy. Antes temíamos que el individuo quedara a merced del Estado. Hoy vemos que buena parte de los derechos que nos asisten en tanto seres humanos han quedado a merced de las decisiones arbitrarias de grandes corporaciones locales y transnacionales. El derecho a trabajar, a disponer de servicios básicos, a la salud, a la educación, a informarse, se vuelven letra muerta dejando desamparados a buena parte de sus habitantes, por la impotencia de un Estado que carece de las herramientas para defenderlos frente a esas nuevas realidades políticas, económicas, sociales y culturales, donde hasta el derecho de acceder a la justicia se ha vuelto un privilegio. Un privilegio de los poderosos pero también de un segmento marginal y vulnerable de la población que ha tenido la fortuna de ser percibido como sujeto de algún litigio estratégico.
Estos límites son los límites de nuestra Constitución. Es necesario comenzar a repensar colectivamente la Constitución que pueda dotar al Estado del siglo XXI para dar respuesta a los grandes desafíos del siglo XXI.
La Economía, la Industria, la alimentación, la Salud, la Educación, la comunicación, el acceso a la Justica son algunos, solo algunos, de los grandes temas que obligan a repensar las herramientas y las potencias que tiene el Estado para atender esos problemas.
Los tres poderes terminan siendo bastante pobres y pocos para pensar los desafíos del siglo XXI.
El Poder Judicial no para de probarse como un poder cada vez más endogámico y elitista para atender los problemas de la época. Los ejemplos democratizadores del Poder Judicial, en Estados Unidos y en las reformas constitucionales en América Latina, dan una orientación sobre un camino posible para acercar al Poder Judicial a los estándares democráticos mínimos que fueran acordados ya en nuestras sociedades modernas a lo largo del siglo XX.
Ni el Poder Ejecutivo ni el Poder Legislativo han podido dar cuenta de las necesidades frente a las corporaciones económicas y mediáticas que terminan definiendo e imponiendo políticas públicas y que son muchas cosas, pero no democráticas.
El Gobierno local, ocupa un lugar estratégico para atender los reclamos y necesidades de los habitantes y el Municipio no figura en nuestra (vieja) Constitución.
Repensar el Estado considerando los desafíos y las realidades del siglo XXI es una necesidad de este momento y se resuelve en una nueva Constitución.
LA NUEVA CONSTITUCIÓN Y EL PODER JUDICIAL
Autor: Tomás Pérez Bodria
Cuando hablamos de la necesidad de generar una nueva constitución nacional y no sólo de una reforma de la misma, es porque advertimos a partir del período negro que atraviesa la Nación y buena parte de la región, la necesidad de buscar una respuesta que no se encuentre condicionada ni por preconceptos académicos, ni tampoco que sea el producto de una reacción desesperada.
Se trata, en cambio, de propiciar un debate en el seno de los muy diversos sectores que conforman nuestra sociedad, dando cuenta de lo imperioso que resulta pensar en una nueva organización del estado argentino, basada en el reconocimiento y profundización de los derechos humanos de primera, segunda, tercera y ya hasta de cuarta generación y en los valores fundamentales que evitarán las oscilaciones históricas sufridas por la Nación, en cuya virtud el movimiento nacional aflora esporádicamente sobre una superficie tradicionalmente cubierta por los sectores minoritarios, oligárquicos y plutocráticos, como expresión igualmente de las disputas que nacen ya al tiempo de nuestra separación de España.
Por cierto que lo dicho no importa renunciar a los antecedentes históricos que llevaron a sancionar la Constitución Nacional en 1853 y sus reformas, incluida la del año 1994. Por el contrario, esa historia y de los antecedentes comparados, habrán de servir para la mejor comprensión de todo el proceso constitucional argentino. Sin embargo, será sin duda la Constitución Nacional de 1949, derogada por un bando militar del gobierno golpista (Proclama del 27 de abril de 1956), la que ha de erigirse en uno de los faros que destinados a iluminar el camino que debe culminar en la nueva Carta Magna de la Nación (la función que asigna el artículo 39 al sistema financiero y a los recursos y servicios el artículo 40, sin perjuicio de otros capítulos fundamentales, bastarían para justificar tal afirmación). Y entre los precedentes del derecho constitucional comparado, es indispensable inspirarnos en las modernas constituciones, entre las que se destacan varias de la región. Entre ellas y por múltiples aspectos, habrá de ponderarse la de la hermana República Plurinacional de Bolivia.
Despojados entonces de todo preconcepto y muy lejos de conformar grupos de estudio de cuyos senos emerjan fórmulas cerradas y ajenas a un masivo intercambio, cuanto se impulsa es ante todo la necesidad del debate y, luego, que cuanto resulte del mismo en el marco del más amplio recorrido sectorial, se lo envase del modo más prolijo y eficaz posible.
La configuración y sanción de esa nueva constitución, sólo será factible si es abrazada por las grandes mayorías populares por resultar el fruto de su propio protagonismo. Por lo tanto, cuanto provenga de los institutos y de los trabajos de las comisiones que impulsamos la misma, no debe tomarse sino como un mero enunciado de algunas ideas que perfilan un rumbo y que sólo pueden aspirar a tratar de instalar el debate pero jamás a darlo por cerrado.
Hemos dicho que la necesidad de una nueva constitución en la Argentina actual no es producto de un capricho o desvarío académico sino que, por el contrario, es fruto de dos experiencias vividas por la Nación. Por un lado la generada por los gobiernos que condujeron los destinos del país entre 2003 y 2015. Y, por el otro, el que lo tiene a su cargo a partir del 10 de diciembre de 2015. El primero recorriendo un sendero de restauración y creación de derechos, de distribución progresiva de los recursos, de inserción profunda en la región, de incentivo de la educación, la ciencia y la técnica, de potenciación de los espacios de independencia económica de la Nación; en definitiva, la restauración de un rumbo que caracteriza el proceso nacional, popular y latinoamericanista que nace con la patria misma y no logró consolidarse en ninguna de sus breves apariciones a lo largo de nuestra historia. Y el otro, imponiendo (esta vez por una vía electoral de muy dudosa legitimidad) la restauración del modelo cuya impronta impone un rumbo contrario: el de la destrucción de derechos, el de la redistribución negativa de los ingresos, el de la desinserción del país de la región, el de la desatención de la educación pública, la salud pública, la ciencia y técnica, el de la renuncia a toda independencia económica y, claramente, el de la admisión indisimulada del rol que le asignen los factores de poder dominantes en el mundo. En este caso predominantemente los de carácter financiero, generando claramente lo que se ha dado en denominar un "neocolonialismo financiero". Sistema que, siendo por definición contrario a los intereses mayoritarios de la población, avanza sobre toda valla que emerja del estado de derecho.
En tal sentido advertimos que unos de los instrumentos fundamentales de que se valió la restauración neocolonial en la región y muy particularmente en nuestro país, fue el Poder Judicial. El otro, naturalmente, los medios concentrados de difusión, convertidos en grandes conglomerados económicos que pasaron a conformar directamente parte de ese poder dominante, conservador, de raigambre colonial y plutocrático. Ambas estructuras actuando de consuno mediante lo que se ha dado en llamar “lawfare” para poner en jaque a los gobiernos progresistas de la región, reemplazando a los viejos golpes militares, vienen resultando igualmente eficaces para deteriorar y/o derrumbar un sistema democrático respetuoso del estado de derecho. Mecanismos que, según se detectara en los últimos tiempos, logran el máximo de efectividad por las facilidades que ofrecen para instalar las denominadas fakenews o noticias falsas, las redes sociales manejadas a sus anchas por los impulsores de candidatos que por estrambóticos que aparezcan, logran ser impuestos con el apoyo de buena parte de la misma población afectada.
La neutralización de estos mecanismos de difusión masiva de falsedades debe componer la agenda instrumental del campo nacional y popular para lograr retomar el gobierno y, una vez en él, aparece como imperioso el establecimiento en el nuevo texto constitucional de mecánicas defensivas tan adaptables y ágiles como las que demanda la velocidad de cambio de esos mecanismos. En este marco la libertad de prensa, como uno de los derechos fundamentales en una democracia, debe asegurarse, democratizándose los medios de difusión y escindiéndolo de modo contundente, el derecho a la libertad de expresión del de la libertad de empresa de medios, que no sólo no conforma un derecho sino que conculca el que sí lo es.
Respecto del Poder Judicial, se impone una profunda reestructuración que deje definitivamente de lado su concepción contramayoritaria y su carácter aristocrático y de reminiscentes notas monárquicas.
Es precisamente la Constitución de la República Plurinacional de Bolivia la que, en materia judicial, nos propone un modelo único en el mundo y cuya amplitud alcanza no sólo una profunda democratización, sino la aceptación de las normas ancestrales de los pueblos originarios para el tratamiento de los conflictos producidos entre sus integrantes.
Pero el dato distintivo que en la materia exhibe la Constitución boliviana, es haberse convertido en la única nación en el mundo que elige a los integrantes de los estamentos superiores de su Poder Judicial (Tribunal Constitucional Plurinacional, Tribunal Supremo de Justicia, Tribunal Agroambiental y Consejo de la Magistratura) a través del voto directo de los ciudadanos bolivianos. Existen otros estados que adoptan tal sistema, pero sólo para integrar tribunales inferiores.
Entre las características principales del modelo boliviano, cabe destacar el de la prohibición de las campañas electorales, quedando la publicación de los méritos de los candidatos y de los candidatos, a cargo exclusivo del Órgano Electoral.
Además, los mandatos se otorgan por un plazo determinado, que se fija en seis años y sin posibilidad de reelección.
Encontramos allí, entonces, una guía de sumo interés para la redefinición de la estructura del Poder Judicial en la nueva Constitución. Modelo que no sólo democratiza profundamente este poder del estado, sino que lo hace dando respuesta a las críticas más serias de los detractores del sistema de elección popular de los jueces que, en su mayor parte se refieren al funcionamiento de los sistemas vigentes en otras latitudes -Suiza y cuatro estados de EE.UU. como los más destacados-; a saber:
1) Que requiriéndose la realización de campañas electorales, tal como es propio de toda elección en la mayoría de los países, los candidatos que cuenten con mayor apoyo económico tendrán mejores posibilidades y, al mismo tiempo, una vez en el cargo, perderán imparcialidad en aquellos casos en que puedan participar sus financistas, que no siempre aparecen a la luz pública.
Pues bien, precisamente la prohibición de todo tipo de campaña electoral tiene por objetivo impedir dicho mal. En la República Plurinacional de Bolivia se va ya por la segunda elección de jueces, lo que da cuenta que, aún con los lógicos problemas de toda implementación, el sistema funciona de modo aceptable.
2) Que dependiendo la continuidad en los cargos del favor popular, los magistrados tenderán a privilegiar circunstanciales posiciones expresadas por la opinión pública por sobre la fiel sujeción al derecho en sus fallos.
Crítica esta que pierde toda entidad frente a la prohibición de la reelección de los magistrados. Removida tal posibilidad, en todo caso, la referida presión no será distinta a la que reciben los jueces no electos directamente, debiendo ajustarse debidamente también los mecanismos de remoción para acentuar este rasgo virtuoso que emana de la novedosa herramienta.
3) Finalmente se dice que la elección popular jaqueará la dependencia del Poder Judicial en relación a los otros dos poderes del estado, en virtud de la necesaria politización que generará la elección popular de sus miembros.
Aquí vale de una vez por todas dar por tierra con este latiguillo tan meneado de los jueces asépticos de toda posición política. La misma no existe, cualquiera sea la mecánica utilizada para la conformación del Poder Judicial. La reforma boliviana extrema los reaseguros que garanticen la separación real de los poderes con el mayor grado de independencia posible, prohibiendo la participación partidaria, militancia y ocupación de cargos partidarios de los postulantes con determinada antelación al acto eleccionario judicial. Es decir que prohíbe el compromiso del candidato con un partido político, pero no lo imposible e incluso lo indeseable, cual es la ajenidad a toda postura política de los jueces. La ficción del juez apolítico que sostenemos entre nosotros, ha quedado suficientemente desacreditada en los hechos como para seguir insistiendo en ello. Parece mucho más sano y valedero para la sustentación de un sistema democrático que se refleje en todos los poderes del estado, hacer hincapié en los mecanismos de preselección de los candidatos que participarán de la contienda electoral y de los de destitución, para consagrar la debida pluralidad política en la composición del poder judicial, sin dañar el principio de independencia que le atañe.
Cabe pues debatir, bajo las condiciones peculiares de nuestro país, estos nuevos modelos democratizadores del Poder Judicial. Poner bajo el prisma de nuestra propia realidad los modelos de preselección y destitución, los plazos de duración de los mandatos, si la elección popular directa se puede constituir también en un instrumento aplicable a los tribunales inferiores del poder judicial o sólo, como en Bolivia, a los superiores, etc. Cuanto aparece ineludible, a la luz de la ya larga experiencia adquirida por su funcionamiento en nuestro país, en la región y en casi todo Occidente desde la consagración constitucional de la división de poderes en las repúblicas, es la necesidad de acentuar la democratización del Poder Judicial. No se ha plasmado durante todo este tiempo ninguna evidencia que la designación por vía indirecta de los magistrados, su permanencia indefinida en los cargos-inamovilidad- y la llamada intangibilidad de sus ingresos, haya robustecido el objetivo de su independencia en relación a los otros poderes del estado y en orden a los factores externos de presión. Muy por el contrario, tales elementos coadyuvaron a la consolidación de un carácter endogámico, con notas monárquicas y aristocráticas en su conformación y funcionamiento que, como es lógico, se caracterizaron por obstruir todo proceso de cambio impulsado en el seno de nuestra sociedad. La reivindicación del derecho del pueblo de administrar justicia, puesto que se trata de una función de gobierno, eligiendo directamente a los magistrados a los que le encomienda la misma, aparece como inescindible de la urgencia con que se deben desterrar las perversiones de su funcionamiento actual.
Quedan, por cierto, abiertas al debate una cantidad de cuestiones adicionales para mejorar el funcionamiento de este poder del Estado. Entre ellas la modificación del control de constitucionalidad de los actos que, actualmente está en cabeza de cualquier juez del país y adquiere validez sólo para el caso concreto, para explorar la conveniencia de ponerla en manos de un Tribunal Constitucional Nacional. Y en este terreno, si la reformulación de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, su conformación en salas y cantidad de los miembros que la deben componer, son aspectos dignos de adunarse al texto constitucional o deben proseguir sujetos a la disposición de una ley. Será todo ello materia de discusión, entre tantos otros temas que hacen al mejor funcionamiento de este poder sobre todo si, como aconsejan los tiempos modernos, se otorga al nuevo texto constitucional un mayor rasgo de flexibilidad.
Una Constitución es el producto de un proceso político, social y económico que va dibujando un determinado perfil de organización de la sociedad y no al revés. Así ocurrió siempre. Las reformas que diseñaron el denominado constitucionalismo social, como la mejicana de 1917, la italiana de 1947 y, sobre todo, la argentina de 1949, emergieron de tal derrotero. De igual modo ocurre con las que, como la boliviana, van diseñando el nuevo constitucionalismo democrático y pluralista.
Estos procesos se afirman cuando a lo largo de la historia emergen por diversos procesos y circunstancias, gobiernos que ponen sobre el tapete las disputas de intereses que reinan en el seno de las sociedades. Este rol lo cumplieron en nuestro país los gobiernos de Néstor y Cristina. Hicieron visible una grieta que los precedió y los continúa, dejándola igualmente abierta y expuesta la administración macrista, que puso proa en dirección contraria. Sin duda, como militantes del campo nacional y popular, trabajamos para definir la pulseada en favor del mismo y, una vez alcanzado ese magno triunfo y su consecuente período de estabilidad, se tornará necesario contar con una Constitución Nacional que refleje del mejor modo posible las nuevas reglas de juego.
Finalmente, es necesario destacar, a la luz de las enseñanzas de las experiencias recientemente señaladas que en nuestros países han corroído las bases mismas de la democracia, la necesidad de reformular y transparentar los mecanismos de representación política que nos rigen. El apartamiento ostensible de los rumbos prometidos en las campañas electorales, la denominada borocotización de los representantes electos, etc., deben encontrar una respuesta adecuada en el próximo texto constitucional en la consagración de las bancas como propias de la fuerza política que tuvo al candidato en sus listas y en mecanismos de democracia semidirecta que, en correlación con los avances tecnológicos de nuestro tiempo, dejen de limitar la participación popular a los meros actos electorales.
Es por ello que, seguros como estamos de que a pesar de la preeminencia actual de las derechas más retrógradas en la región, el triunfo del campo nacional, popular, latinoamericanista y democrático está cercano, debemos esforzarnos en conseguir que nuestro pueblo visibilice la necesidad de darse nuevas reglas de convivencia y ayudarlo en cuanto esté a nuestro alcance para esbozarlas y concretarlas.
Accedé al material completo en Apuntes Primero la Patria I.